Volcó el entrecot sobre el tenedor, que sostenía cauto en su tísica mano diestra, y se deshizo de él con un solo estacazo. Un golpe seco de muñeca, como en sus mozos años de alero-izquierdo del Viñas Club. El entrecot cayó en el plato de don Gustavo, previa travesía entre turbulencias y bailes en el aire, que asemejaban su traza a la de las aspas de un molinillo. Éste, al observar tal rebelión en su estricto orden gastronómico, izó las pestañas en ademán de localizar al responsable, desalojar al intruso de su plato hondo, y posteriormente proceder al contraataque y/o resarcimiento por el tiempo malgastado y la porquería proporcionada a su dieta de forma onerosa. Acto seguido, don Gustavo envistió con su servilleta el bonito bordado del vuelo del mantel, que, como queriendo resistirse al reclamo, regresó a su caída estándar sobre el borde de la mesa, modelo restaurante La Brasa, dos tenedores, aparcamiento indiscriminado y especialidad horno de leña.
El menú se hacía agua, y mientras el entrecot yacía semidesnudo sobre el plato de su nuevo anfitrión, éste no dudó en levantarse y dirigirse hacia la mesa de invitados número veintitrés, núcleo de sus sospechas, en la que se afanaban por rebosar sus copas de Cigales. Don Gustavo recompuso su plantel y halló silencio al otro lado de sus palabras: “¿Alguien ha perdido algo?” El eco llenó la sala. En la mesa veintitrés, cuatro empresarios de forjados, entre ellos el señor Ruiz y su golpe de muñeca, tres mujeres engalanadas, y un crío de apenas cuatro años que la emprendía a golpes con el tenedor segundo de su padre. Y pronto, el epicentro de las miradas desapareció en el aire espeso y contenido. La figura rechoncha de don Gustavo se diluyó en el maremágnum de niños que saltaron de sus asientos en dirección a la mesa principal. Al fin ya la postre, el novio, Juanjo, con una corbata que torpemente colgaba de los botones de la camisa blanca agujereada de nervios, acababa de besar a Charo con una rapidez apabullante, al tiempo que sus mejillas decoloraban, y los niños, que apenas pudieron apreciar los detalles de la escena, no dudaron en aclamar una segunda intervención. Hojaldre con merengue, licores, detalle de madrina, y una sala oscura estallando en infortunio fueron los cromos que se intercambiaron. Los novios. Hasta las tantas. Poco más.
***
Volcó sus labios secos sobre el intersticio salado que saludaba entre los dedos revoltosos de su cómplice. Refulgió entonces su voz, palidecieron ambos rostros sobre el claroscuro de la estancia, y con una estela quebradiza, la mano de Rilha fue palpitando en torno al cuerpo de Ayran. Y se devolvieron el saludo. Y se echaron en cara las despedidas. E incluso todos los años de vacío en torno a una tilde desinhibida que frecuentaba sus conversaciones escritas con tinta seca. Sus dedos detrás de su mano, uno con otro, salpicaban lunares en una arriesgada persecución al filo de la medianoche. Pero el reloj se diluyó en su(s) mirada(s) sin un receso para la copa. La copa cayó al suelo. Chasquido nítido. Silencioso-s-. Mueca de extrañeza. Inmediatamente continuaron reconociéndose ignorados por los cristalitos deshechos sobre la alfombra. Y un grácil susurro se escapó del alivio trémulo, ocultándose en la desazón deseosa de su contrincante: “Fuir, là-bas fuir”. Rilha no comprendió. Él le mostró el camino, con pliegues de mapa, estrellas centelleantes, lunas, giros, excesos, guerras y retiradas. Ella asintió entregada. Y juntos se perdieron en un sinfín de fintas y (a)brazos testarudos hasta que el plato volvió a girar, y la daga apuntó esta vez, con una finura excesiva, en dirección al reloj. Entonces, el reloj se descolgó de la pared y la melodía nació de sus labios húmedos. Hasta siempre.
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Cara y cruz. Desposesión y falsificación. Fugacidad y eternidad. Cándido reconocimiento y frívolo disimulo. Amor o ridículo. Luna o entrecot. Ustedes deciden, pero no se apresuren, por favor. Ya vivimos en un mundo de algodón... Es justo reclamar noches de oscuridad. Y como una no es dueña de los consejos, más bien todo lo contrario, sólo quise recomponer dos historias de andar por casa. Volcados o volados. Sueño o dinamita. Disculpen las licencias poéticas...
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