5.3.06

Café a media tarde

Nunca me gustó el café. Ni cortado, ni entero. Ni blanco, ni negro. Ahora lo tomo casi compulsivamente, sin motivo. Una tarde de café es casi un privilegio en los desatinados frenetismos de nuestra vida. Y, ¿por qué me levanté un buen día y preferí una cucharada de café? Probablemente el cacao se quedó insípido, o desgastado, tanto como ensimismada una en sus contemplaciones pueriles. El cacao, como los sueños, vienen y nos abandonan de igual modo, veloces, y un buen día acabas sentada en un sillón tomando té inglés sin recordar quién lo trajo de regalo. Odio el té. Bueno, lo reconozco, exagero: apenas lo he probado, no me gusta. La culpa de ello la tiene la carretera que pasa por Estoril; pero son otros avatares –lo dejaremos como mal recuerdo. ¿Qué hace una cajita de té en casa? ¡Claro! Fuiste tú misma, un buen día te escapas a conocer mundo, con la excusa didáctica de turno, y apareces de vuelta con tres pares de cajas de té inglés que nunca lograras empezar, unos cuantos libros ininteligibles sobre costumbres autóctonas, y las típicas fotos de taquicardia con sonrisa forzada, que caen sobre ti en cualquier monumento y sobre las cuáles acabas sacando nada más que fallos pasado el tiempo. De pequeña oías como la gente desaparecía: “ha pasado el verano aprendiendo inglés, está en Londres, trabaja de “au pair” durante dos meses”. Y ahora, un buen día, acabas charlando en español con un coreano que no conoces de nada sin moverte de la pantalla de tu escritorio. De igual forma desearías huir de “au pair” a cualquier sitio, no por soportar a cuatro churumbeles malcriados a cambio de unos ahorros, sino por evitar la agonía de un verano bochornoso en la Ciudad. O como excusa para intentar deshacerte de tu sombra: imposible. Al fin y al cabo, cuando la Ciudad se vacía sólo queda el entrañable silencio. Pero el calor es igual de pegajoso, cosa que no existe, por ejemplo, en Tipperary, donde el único problema es ponerse el chubasquero antes de que haya dejado de llover, y vuelto a salir el sol.

Té o café. Qué más da. Ahora me veo atrapada entre ambas esencias, cuando ni tan siquiera me molestaba en hacer aprecio –o desprecio, por ignorar— hace unos años. Como muchas otras cosas. Vas trepando por la montaña, te giras, y descubres cómo cada vez tu vista alcanza a divisar más lejano el horizonte. Hasta que alcanzas las nubes, en caso de que las haya, para cerrar el paisaje; o sale el sol y acaba ahuyentando tus pupilas. Ahora es el café, más tarde será la factura de la electricidad de tu nueva casa, o la gasolina del coche, o la desgravación por el plan de pensiones, quien arroye tu existencia. Es inevitable atravesar el olor distinto del cada-día. Y del cada-noche también, aunque parezca ser el mismo. En fin, el aroma de esta tarde: When the stars go blue, Ryan Adams, y dos poemas de Hölderlin que cayeron en mis manos casi por casualidad:

“Con amarillas peras
y llena de silvestres rosas
pende la tierra sobre el lago.
Vosotros, bellos cisnes, sumergís,
ebrios de besos, la cabeza,
en aguas de sagrada sobriedad.

¡Ay de mí! ¿Dónde cogeré las flores
cuando sea invierno, y dónde
el relumbre del sol
y la sombra en la tierra?
Los muros se levantan
fríos y sin palabras, y en el viento
las veletas chirrían.”

(Mitad de la vida)

La taza de café se resiste a volcarse sobre la mesa y deshacer mi monotonía en un grito de infortunio. Nunca se sabe. Tal vez eso sólo ocurra en imprevistos, si observo fijamente la taza, ésta nunca derramará ni una gota sobre el papel. En cambio, si me entretengo, es posible que mi brazo la roce y se caiga, vertiendo toda la sustancia sobre las hojas del libro. El aroma a desazón y pesadumbre se hace pesado junto al café. En verdad lo recarga todo. Recuerdo, pues, aquel tiempo en el que intercambiaba carcajadas en algún rincón de un pueblo irlandés, tan perdido en el mapa como verde su color. Salía el sol y se ocultaba. Una y otra vez. Llovía y soplaba el viento, a cada instante. Las guiness se amontonaban sobre la barra del pub, y al minuto siguiente habían desaparecido. Los niños jugaban al hurling en la calle. Apenas había coches. Apenas había nadie, allí. Todo eso se ocultó tras la hoja del calendario. Siempre igual. Tan sólo es recuerdo marchito. Aprendí algunas palabras en inglés, sí. Ahora las palabras en inglés las he olvidado. Ni tan siquiera las utilizo para hablar con un amigo coreano. El recuerdo de los niños jugando en la calle llena estas líneas. Y también esta tarde de invierno terriblemente tardío. Quién sabe si volveré a verlos. Quién sabe si volveré a tomar café. Quién sabe si volveré a desternillarme con mi amiga Patricia sobre los tormentos de evitar la ufana barriga de un pícaro irlandés al bailar una danza –que evidentemente, nunca aprendimos. Seguramente. O no. El café inunda este día. Y aquello, todo, quedó tras él, en el pasado; lo podía observar varios pasos antes de trepar hasta esta nueva altura, más cerca de las nubes. El Reloj corre. ¡Basta! Voy a por un teléfono, necesito volver a reírme con Patricia de las fotos que guardamos. Y planear el próximo verano. Cuanto antes. Acabo ya. El café se enfría. Vuelta al libro de poesía:

“Cuando era joven, era feliz por las mañanas
y de noche lloraba; ahora, con más edad,
comienzo vacilante mi día y, sin embargo,
su final es sereno y sagrado.”

(Antes y ahora)

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