Me siento sola. Una soledad obscura, aletargada y empedernida invade mi alma en este momento dormido de la noche. Me dispongo a escribir como si nada hubiera cambiado desde ayer. Pero es hoy. Todo se mueve. Sin embargo, a mí me perturba la inanición de vida: el silencio que siempre busqué y siempre quise hallar, se ha convertido en el más sórdido punzón que tapona mis oídos y cubre mis labios, y que cada día se posa en mi ventana al despertar. Soy incapaz de sonreír. No digan nada aún, no saben el porqué. Les emplazo a que me presten un instante de su tiempo para descubrir el retorno de los límites, y reflexionar desde la finitud a la eternidad, jugando de algún modo en el ensortijado laberinto de ese cómo decir sin ser nunca pronunciados, cómo callar sin ser olvidados, y sobre todo, cómo llorar sin ser vistos ni derramar lágrima alguna... Allí nos vemos.
-Diosa, la Ciudad te espera. ¡Ven ya! —Gritó alguien. Urgía regresar a sus puertas, volver a caminar por sus encrucijadas, resbalar por los toboganes de piedra húmeda y sucia, observar sus cantos de mañana, dibujar sus nuevos edificios, divagar sobre la gratitud que se extendía ante nosotros. Nada a cambio, sólo eso: ofrecer. Nos ofrecía un bello panorama al alcance de nuestras manos. Expectantes nos hallábamos, temblorosos y boquiabiertos, frente a la gran Puerta de la Manilla, construida allá por el año 1516, cuando Tercos y Crepitenses se enzarzaban continuamente por el terreno sobre el que se extendía la Ciudad: un antiguo campo de batalla que dividía, ayudado por la geometría del río Arándano, el valle de la Luz, prolijo en tierras fértiles y en una situación indiscutiblemente estratégica, en el centro de la península de Ákatos. Así pues, ante nosotros la Historia: el cuento. Merodeaban dos cigüeñas en el cielo, dando vueltas sobre un mismo eje, una tras otra, robando así mi vista durante unos instantes. Pero el privilegio era excelso ante mis ojos, no podía desprenderme de un minuto de mi tiempo para contemplar aves, pues tenía todo un mundo esperándome al otro lado de la Puerta.
Pústula se aproximó inmediatamente hacia ella. Alzó sus manos, extendió y arqueó sus brazos, cual pétalos volando en el viento, y se dejó llevar por la emoción del retorno. Aproximó sus pies uno con otro, queriendo contrarrestar la inestabilidad del cuerpo que era gobernado tan sólo por sus dos brazos abiertos. Y dio un paso adelante, introduciéndose en la sinestesia que la voluntad de vida emanaba de las calles y rincones suplicando la entrada a su seno.
Éramos extranjeros. Éramos. Mientras Pústula estaba siendo acogida por la seducción de un alma engendrada en piedra y bosque –así se construían las casas de la Ciudad-, y el calor que se desprendía de cada una de las fuentes la proclamaban ya como una ciudadana más. Lo extraño, lo hostil ante nosotros, indefensos, atemorizados, embrujados. Era cosa de segundos. Cuando hube confinado mis secretos en el hondo interior, reflexioné en voz baja. Todos sabíamos que ella había sido capaz de caminar hasta la Puerta, y una vez allí, luego de años y leguas recorridas, ¿por qué tan sólo humedecer los labios de su agua? ¿Por qué no beber hasta agotar las fuerzas, por qué no bañarse en las sanas termas que la Ciudad nos ofrecía? Inmediatamente después, cruzamos la puerta, y advertimos al otro lado cómo la hermosura era hecha vida. Llanto, gritos, rumores, reclamos, ceses, niños, frutas, vendedores, celos, ropas, colores, esencias, sensaciones, carcajadas, palabras al fin y al cabo. Y escuché quieta durante un rato la tierna melodía que componía el virtuoso violín de la vida en aquel atípico universo.
Fotografías: Jorge V. Gavilondo
Texto: Con el deseo -ya no la certeza- de que prosiga hacia un boceto segundo..
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