Es de noche. El embrujo del balanceo de esta silla coja absorbe mi concentración. Y afuera un todo desconcentrado, casi esquizofrénico, trenzando deseos con estupideces. Noche mágica, dicen. Y por más que busco sólo veo realidad. Ni una gota de brillantina. Maquillaje o envoltorio. ¡Serán sordos! Seremos... Elegimos. Morimos. Sopla en la Circular un vientecillo fresco, alivia la tensión de mi rostro y, como robándola, se lleva mi mirada a lo más alto de los árboles desvestidos. Me falta lluvia. Me falta risa. Me falta púrpura. Y ya está bien –la gota que colma el vaso, y lo desborda también- de republicas. ¿Qué república canturrea esta noche mi himno? ¿Qué república ilumina mi casa? Si todo son reyes, y yo. Buscando fantasías. Es noche de embrujos: de criptología sobre pieles desnudadas -cual árboles en los que se posa mi mirada-, de nudos en las pestañas del mar, de manos entrelazando agua, de deseos magnánimos. De mirar al cielo. Y mirando al cielo estoy, y queriendo converger con la estela de un cometa hacia el este. Pero los edificios pisan mis talones: mis ojos. Pero asomo a la verdad de un techo que asusta tan oscuro. Así, de pronto, alguien canta. Alguien canta a lo lejos, eso. Siempre hay alguien que diverge en la multitud. Siempre hay alguien que roba el sitio. Siempre hay alguien que canta en la lejanía, en la improbabilidad inexacta e imperfecta de un punto azul sobre el papel. Me faltan tiznados. Me faltan. Mas siempre hay alguien... Incluso cuando soy yo quien habla. Y, pese a todo, hablo.
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