6.1.07

Escribo


La sentencia es mirar. Mirarte, en realidad. Bueno, me desdigo: es vivirte. Porque ya no estás. Cada vez que te vivo estás un poco menos. Te vas. Los colores fríos empañan las motas del cristal. Incluso invaden a las gotas de lluvia que descienden en slalom ateridas de lástima, imitando a sus hermanas las lágrimas pero sin su alegría: malinterpretadas, como siempre. Te escribo -gritando- en trazos de auxilio verde y voz desgarrada sin off. ¡Escúchame!
Yo querría amarte, acariciarte mil veces, besarte hasta la extenuación y un poco más allá, agasajarte con mis más inconscientes esencias, retenerte entre mis brazos cálidos, pensarte en instantes invertebrados, olerte como si fueras primavera y no existieran las alergias ni sus impúdicos estornudos, presentarte a mis dudas y darles un insolente adiós con la mano, visitarte después del trabajo y llevarte una bolsa de conguitos derretidos en mi mano –mi mano siempre subida de temperatura, siempre tan erótica- para que te entretengas despegándolos, mediándoles y ofertándoles la paz de tu apetito. Yo querría tanto de ti, tanto querría darte de mí. Yo querría degustarte, beberte poco a poco, catarte como si fueras reserva. Yo querría escucharte canciones de piano, al mismo Chopin salir de tu memoria. Yo querría tenerte agazapado en mi comprensión. Yo querría amanecer contigo. Pero, ¿cómo hacerte el amor cada noche al regresar a nuestra cabaña de sábanas? Eso, dime, ¿cómo hacerte un único, simple y bonito amor?
Y, a todo esto, qué más da lo que yo quiera si te me vas de las manos cuando trato de apretarte contra mi alma. Si te escapas de mi vida. Si te apagas cuando me marcho. Si te vas, mundo... Te me vas. Vuelve, anda, vuelve a un te me vas ya vivido antes. ¡Mundo, leñe! Vuélvete a escribir.


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