La arena era fina. Era la arena más fina que jamás mis pies habían rozado. Al principio, era preciosa. Y el aliento frondoso. Pero la respiración se quebraba a medida que ascendíamos por el sendero de la derecha, más inteligente que el de la izquierda, demasiado empinado, abrupto y lleno de gente, siempre. El sol se clavaba en los ojos, se clavaba en cada resquicio del cuerpo. Era un calor húmedo, excesivo, que había sobornado a la ligera brisa que corría, y ambas compinchadas sólo tenían un propósito: engatusarte, adormecerte, apoderarse de la consciencia de los intrépidos advenedizos, erráticos sonámbulos que se admiraban ante la pared elegante. Y el olfato se desperezaba poco a poco nadando entre miradas.
La arena se había convertido en una trampa. No sabiendo cómo, situabas un paso sobre su superficie, de tan fina que parecía hacerte cosquillas, y sobre él descansabas el resto del tremendo peso de tu cuerpo. Lo olvidabas. Buscabas otro pie, queriendo rescatarlo de tu propia fuerza, habrías necesitado trescientos pies para evitar aquellos apuros agotadores. Lograbas a duras penas sustraerlo de su fondo, del fondo de un extraño molino que había sepultado el pie hasta el tobillo, quedando ya sólo una ligera hilera enarenada que lo unía al resto de la pierna. Y dar un paso más, para volver a repetir el procedimiento de forma exasperante. Pero no había ya aliento para lamentarse. Ni tan siquiera había fuerzas para desmayarse y dejarse caer sobre la arena. ¡Qué fina era la arena! Mas era terrible, como una pesadilla mal dormida, cuyo final estaba aún por llegar, y por eso mismo, era tan sólo imaginable.
¡Y no había nadie! Nadie, nada más allá de aquella duna de densa y engañosa arena. Fina. Arena fina. Y mar. Un mar brumoso, apenas simbólico, apenas visible. ¿Acaso era el mar un trofeo para los vencedores de tamaña ascensión apoteósica? Era agua, al fin y al cabo: era mar. Océano, siendo rigurosos. La densidad de la escena todavía pesa en mi memoria, como gravita en ella aquel olor a mojado, aquel desgarro del vencido por la indiferencia, aquel abatimiento a base de aire, arena y humedad. Desierto y mar. Sin más. Sin nadie más allá, a lo alto del mundo. Frente a ti, mar solo. Sola tú, con la brisa acariciando –ahora sí- el rostro, con la arena fina en tus manos, jugando con ella, y con su trastocada obediencia, sola tú con el olor del mar. Sola tú con el desierto, sola tú con el mar. ¿Acaso era aquel paraje el fin del mundo? De morir, en Arcachon. De morir, en mi memoria. De morir, en lo alto del mundo, donde nadie habitaba. Con el mundo.
La arena se había convertido en una trampa. No sabiendo cómo, situabas un paso sobre su superficie, de tan fina que parecía hacerte cosquillas, y sobre él descansabas el resto del tremendo peso de tu cuerpo. Lo olvidabas. Buscabas otro pie, queriendo rescatarlo de tu propia fuerza, habrías necesitado trescientos pies para evitar aquellos apuros agotadores. Lograbas a duras penas sustraerlo de su fondo, del fondo de un extraño molino que había sepultado el pie hasta el tobillo, quedando ya sólo una ligera hilera enarenada que lo unía al resto de la pierna. Y dar un paso más, para volver a repetir el procedimiento de forma exasperante. Pero no había ya aliento para lamentarse. Ni tan siquiera había fuerzas para desmayarse y dejarse caer sobre la arena. ¡Qué fina era la arena! Mas era terrible, como una pesadilla mal dormida, cuyo final estaba aún por llegar, y por eso mismo, era tan sólo imaginable.
¡Y no había nadie! Nadie, nada más allá de aquella duna de densa y engañosa arena. Fina. Arena fina. Y mar. Un mar brumoso, apenas simbólico, apenas visible. ¿Acaso era el mar un trofeo para los vencedores de tamaña ascensión apoteósica? Era agua, al fin y al cabo: era mar. Océano, siendo rigurosos. La densidad de la escena todavía pesa en mi memoria, como gravita en ella aquel olor a mojado, aquel desgarro del vencido por la indiferencia, aquel abatimiento a base de aire, arena y humedad. Desierto y mar. Sin más. Sin nadie más allá, a lo alto del mundo. Frente a ti, mar solo. Sola tú, con la brisa acariciando –ahora sí- el rostro, con la arena fina en tus manos, jugando con ella, y con su trastocada obediencia, sola tú con el olor del mar. Sola tú con el desierto, sola tú con el mar. ¿Acaso era aquel paraje el fin del mundo? De morir, en Arcachon. De morir, en mi memoria. De morir, en lo alto del mundo, donde nadie habitaba. Con el mundo.
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