20.6.06

Tijeretazos

No son los dedos los que le traen a uno hasta este punto. Punto, y seguido. Ni son los pies, ni los brazos, costillas, ojos, ni siquiera el olor a sardinas columpiándose en marejadillas o tardes himpladas de campos machadienses. Nada de eso. Una huella, sí, un piececito en la arena. Qué lindo. Y otro más tras él, probablemente cautivo de sombras confusas o miedos sagrados. Minutos, muchos minutos. Espacios llenados con miradas, pensamientos, enfados, desplantes o impulsos. Por ejemplo. Es posible que, entre tanto, unos ahuyentaran estrellas reflejadas en el agua, y otros salpicaran con saliva lo que no eran capaces de transmitir con silencios. ¿Qué nos ha aupado hasta esta interrogación aspirada? ¿Qué ha teñido esta aventura de añil borroso?


Estamos hechos de tiempo, según el uno. Según otros sólo somos farolillos rojos danzando con la ayuda de un espejo mágico. ¿Y qué narices queda de uno tras la línea y la letra? Botones abrochados, cerraduras herméticas que sugieren puertas donde no las hubo y no las hay. Donde nadie más que uno habita.

Lo que nos ha traído hasta aquí es nuestra cabeza, sin más. Lo que se construye dentro de ella, y, una vez pasado, se va destruyendo meticulosamente. Los nacionalismos sólo se empeñan en representar este procedimiento a lo bestia, eso sí, con esmero, palmaditas y billetitos. ¿Tal vez son los recuerdos? Los recuerdos sesgados lo han conseguido. Nada más. Y, ¿son los recuerdos registrados ante un tribunal? ¿Acaso hay un depurador de deseos en nuestra cabeza? Entonces es obvio que mentir es gratuito y reconfortante. Recordar, pues, lo es igualmente. Pero, amigo, ¿qué memoria no va a estar mitologizada? ¿Quién no va a mentir permisiva e incontroladamente? ¿Quién no va a querer ser escritor de fábulas? Nadie verá el sillón ni la pluma ni el papel, sólo serán alegres las felicitaciones. Sólo habrá ciegos con los que compadecerse y agitar un pañuelo blanco.

Nunca lo he entendido: ¿qué sentido tiene una autobiografía? ¿Una forma de regalarle a la gente lo que no es capaz de buscar por sí misma? Y en cada regalo, el truco. Vivir dos veces, una certera y una engalanada. Portar dos caras, arrugas y pintalabios. Noche y día. Enseñar dos vestidos: el del precio y el del color. Y querer tragárnoslo con perdices felices incluidas. Es de tontos lanzar guijarros a un rostro en el río sino es como pasatiempo. Se borrará durante unos instantes. Pero volverá, cuando las aguas se vuelvan a relajar. Pero, ¿y si en ese momento nos movemos de sitio?

Todos hemos sido tontos muchas veces (que lo sigamos siendo no viene a cuento ahora). Pero llegados a este mediodía, sabemos que a nadie le importa nada. Ni de nosotros ni del vecino. ¿Quién va a molestarse en contrastar el tipo de desodorante que usabas a tal hora en tal año? Y a quién le importa entonces si ahora dices lo que te dé la gana decir. Ver, oír y callar. Al fin y al cabo, soñar se limita a lanzar guijarros a un lago en el que aún no has visto a tu propio narcisismo reflejado. Imaginar cómo querremos que sea no es más que imaginar cómo queríamos que fuera. Soñar, recordar. Mecanismos similares, el uno al viento, y el otro sobre plantilla.



Por la boca muere el pez. Sí, vale. Parole, parole... Pero es que, ¿acaso no somos todos peces sumergidos en una corriente con un final pactado? Yo no moveré un dedo por ti mientras tú no muevas uno por mí: técnicamente lo denominan cártel. Aquí no hay acuerdo explícito. Pero esa solemne estupidez de dar duros a cuatro pesetas o poner mejillas indistintamente no es más que eso: estupideces sólo propias del creernos buenos y bellos, y que sólo a nosotros perjudican. Como apariencia está bien, durante un tiempo. En la realidad todos somos prisioneros de un río. Tú aprietas de la cuerda y yo sujeto hasta que las fuerzas me dejen. Hasta que el silbato suene, y mis orejas lo capten.

¿Este es el dilema? Fácil. La vida es fácil, sí. Y nosotros sus héroes travestidos en afanados luchadores contracorriente. Qué mágico todo. Tan mágico como irreal. ¿No son nuestras vidas el gran mito? Pequeños guijarros lanzados sobre el tejado, apariciones y desapariciones espontáneas, pretensiones deshechas, ilusiones, duendecillos y trompas de elefantes, memorias con jugadas malévolas –bonito eso de delegar en otros avatares neurológicos lo que deseamos profundamente, que es esquivar la realidad-, saltitos y caídas, pon una tilde donde yo pongo un espacio. Y suspiremos anestesiados.

Pero es todo una completa absurdez. Una tontería de tontos, los cuales a nadie más que al mismo tonto importan. No hay puntos ni comas por sí mismos. Porque mañana, al despertar, lo único que recordaremos será el dato del marcador de una noche aborregada en la que se arrasan fuentes públicas. Y no habrá más que lo queramos que haya. Nunca habrá existido más que esa cifra pervertida o ese color consignado. El resto: formará parte de nuestros propios mitos disueltos por la vorágine de azucarillos, lindas princesitas, urbes, manzanas, nubes, mazmorras, troyas, éter y guijarros.

Y un tablero con dados.

Tic-tac.

Como un cuento de hadas, cuyo único protagonista es el tipex, y cuyas palabras (cuyos convenios), en el fondo, nos hacen más de goma cada día, cada amanecer. Cada punto. Y seguido...

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