No lo puedo entender. ¿A quién se le ocurre construir un muro de dos metros vencidos sobre el nivel del Cantábrico para después bautizarle coloquialmente como el Muro? Ni tan siquiera se les ocurre el muro de San Lorenzo, que al menos, sería muestra de una sutileza evidente. Demasiado largo. Habría terminado con los años en “el mu”. ¿De verdad no hay alguien en este mundo tan grande que pueda al menos dedicarle un par de horas a buscar un nombre más... cómo decirlo... original? ¿Dónde quedó aquello de no incluir en la definición lo definido? Incomprensible. "El Muro es un muro en la playa, hijo". La primera vez que lo escuché me horrorizó. “Vamos a dar una vuelta por el Muro, es un paseo agradable”. Muchas imágenes me vinieron a la mente... “Fuegos artificiales en el Muro”. ¿A qué imprudente se le ocurre esto?
Y me lo planteo cada vez que esa ciudad aparece enterita recogida en el deje autóctono de la voz de mi hermano al teléfono. Sí, somos humanos. Somos tan tontos como para dejarnos rellanar de kilómetros de distancia y tener después que recordarnos (y reconocernos) por teléfono. El Muro. Tiene gracia. ¿Cuántos muros puede haber construidos en el planeta? ¿Cuántos paseos marítimos? Mira que son rebuscados estos asturianos... Y, además, ¿por qué tan lejos? Me doy cuenta que si quisiera ver en persona a mi hermano, me llevaría, al menos, tres horas en coche. De vacío. Sino, un día entero como se ponga tempestuoso el clima y se le ocurra a nuestra genial ministra de Fomento irse a pescar sardinas para luego echarnos la culpa de que no sabemos leer las instrucciones del paquete de cadenas reglamentarias. Eso y un buen cabreo. Ya sería domingo. Llegaría, hola-qué tal, le daría el regalo de las Navidades pasadas en las que se puso griposo y no vino a la Cena de mamá, me lo agradecería, comprobaría que nada ha cambiado, que sigue lloviendo, y me tendría que volver enseguidita con otras tres horas de viaje de vuelta, porque el lunes tengo clase. Siglo XXI, lo llaman algunos. Distancias vertiginosas, por muchas TIC que le pongan.
Absurdo. El Muro. Y, luego, como si nada, otro verano más cumplido a base de no-olvides-el-paraguas-papá, el Negrón (a un lado lluvia, al otro sol), Musel, toalla, paseo, palas y pelota, sardinas considerables, quemaduras por querer abarcar todo el sol en una mañana, tres culines de sidra escanciada, pelo rizado, la misma gente sobria y elegante de edad avanzada, sandalias, barrigas, algas, empedrados, Chillida, gaviotas sufribles, una tal Begoña, problemas de aparcamiento, y un conejo adorable. Los castillos ya quedaron atrás, aunque sigo teniendo que superar esa adicción crónica, pero me frena el imaginar las miradas de condescendencia con la que me obsequiarían los demás adultos, e incluso los niños intuyendo mi sabotaje a la arruga. ¡Qué cosas digo! Se nota que cualquier excusa es válida para aburrirle al papel con tu vida analgésica cuando debería estar hincando los codos sin parar ni un minuto. Cualquier excusa, hasta la llamada de un ring-ring pródigo con voz lejana, trastocado en asturiano apacible. Y lo que es más distinguible: en gijonés que vaga por el Muro. Irremediable.
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