¡Mierda! Mierda... ¿Por qué no puedo gritar? No lo entiendo. Todo el mundo grita a mi alrededor: mi madre, mi profesora de estadística, la pescadera, un político ardoroso, un gamberro destrozando por enésima vez la papelera que hay frente a mi portal, Paul Hewson, el entrenador del Forum, la vecina del primero (está loca), un borracho a las cuatro de la madrugada, mi amiga Ana cuando ve pectorales de gimnasio implantados en un moreno de dos metros, un estúpido conduciendo un deportivo, Tom Welling en el último capítulo... ¿Cuánta gente puede haber gritando en el plató de un programa rosa de sobremesa? Gritan hasta los perros, me digo, ladran. Yo no grito. ¡Mierda! No grito. No puedo. Una especie de oquedad sin fondo se apodera de mi voz cuando hago un esfuerzo, o cuando una idea surge en mi mente. Como si un saco de terciopelo encerrase mi garganta cada vez que abro la boca. Ni tan siquiera escucho mi propio eco.
6.5.06
¿Alguien puede gritar por mí?
Quiero gritar. Quiero abrir la ventana y darle los buenos días a todo el vecindario. Y quiero ir a un concierto y sepultar a todos los demás con mi ¡babe! telúrico, logrando captar la atención del cantante, músicos, técnicos y de un cazatalentos despistado. Quiero gritar a unos pectorales andantes antes que Ana: ¡Tú, cabezahueca de gimnasio, culo plano, me das asco! Y ver cómo se queda la cara de mi amiga, la del moreno sin cabeza, y la del resto de viandantes. Quiero subir a un páramo y gritar: ¡Yo también estoy loca, pero me río! Sentarme en clase, y cuando mi profesora de estadística me mire, pueda levantarme, sacarle la lengua y poder decirla que aún no ha aprobado sus estúpidas oposiciones de universidad y que seguirá siendo siempre una contratada más sin convenio oficial. ¿Por qué no puedo hacer todo esto? ¿Por qué? Quiero tirarle un cubo de agua al borracho que atraviese mi calle de madrugada, y arrojar por la ventana la televisión de una vez por todas. ¿Haría bien arrojándole la televisión al borracho? Dos por uno. Quiero, quiero, quiero. Quiero gritar.
Quiero hacerlo todo. Pero el saco cae sobre mi cabeza, tapa mis ojos, mi olfato, mi lengua, y deshace mi voz cada vez que una idea de este tipo se me cruza por delante. Una sindicalista contratada de cartucho, escuálida, con mirada necia, pelo cazuela, piernas descolgadas de la cadera, soltera y arruinada, con gracejo ecologista y causa palestina incluidos, narcisista, sin talento ni inteligencia: ¿depende de ella el resto de mi carrera universitaria, y con ello, la rúbrica del título de la licenciatura, y probablemente mi vida de malhumorada y honesta contable? ¿Esa lerda va a gritar más alto que yo? ¡Demonios! Haberlo dicho antes de que tachara la casilla de Económicas, y no la de Revolucionaria. Si llego a saber que a lo largo de los años iba a perder la poca voz que tenía. Aunque, ahora que lo pienso, ¿qué hubiera hecho una chica tímida como yo haciendo la Revolución? Me hubiera dado vergüenza mentir; pero, ¿cómo habría mentido si no puedo decir nada? ¿Hay algún dictador mudo? ¿Y algún gobernante que aborrezca la televisión? Siempre podría haber hurtado el micrófono en señal de trofeo: “mira, ha ganado la ladrona de alcachofas, para ella es la Cámara Alta”. ¿Alta? Mejor la Baja, ya puestos, allí sí que no se cuece nada, ni mover un dedo, ni masticar saliva: ni gritar siquiera. No habría tenido problemas con la prensa una vez engalanada y con el cheque en el bolso. El bolso, ¿habría sido capaz de comprarme uno de piel? ¿Cómo iba yo a entrar en una tienda de bolsos a comprar un bolso? Nunca me habrían hecho caso, habría dejado pasar a una viejecita con ansias devoradoras, después a una mujer embarazada, más tarde me habrían robado el turno cuatro veces, y finalmente, el dueño acabaría cerrando la tienda antes de que yo lograse quitarme el saco hueco de la cabeza, producir la saliva suficiente y quemar la cerilla en el interior de mi garganta para que mi voz prendiese y fuera capaz de gritarle a la dependienta rutilante: “oiga, me toca, ahora es mi turno”. No lo habría conseguido. Es inútil. No puedo gritar. No hay bolso, ni licenciatura, ni concierto. Nunca los habrá. No podré llamar a ningún maître. La energúmena sindicalista seguirá mirándome con espanto durante sus clases, como queriendo decirme: "eres incapaz de gritar, tu vida es un desastre, eres un error para el modo de producción socialista, no tienes garganta, cobarde, te suspenderé hasta que te salgan canas y no puedas teñirte mechas porque tu peluquera no te oirá ni mu."
Mi vida es patética. ¿A qué chico voy a gustar si nunca seré capaz de decirle mi nombre? El saco maldito engullirá esa noche mi entusiasmo, mi construcción léxica, mi apellido, mi sonrisa, mi monosílabo, el número de teléfono, el teléfono en sí, engullirá al chico incluso. Y me quedaré yo sola, con la baba y la congestión silábica, con mis sueños, mis deseos, sola y en silencio, y una copa vacía en la mano. ¡Mierda! ¡Mierdamierdamierda! ¡No puedo gritar! Nadie me enseñó a gritar. Nadie me enseñó a alzar mi voz sobre los demás, sólo a escuchar y escuchar los cuentos de niños. Sus paranoias, sus desmanes, sus noches de éxtasis, sus etílicas historietas de barrio. Escuchar a la peluquera, a la pescadera con su “la siguiente” (¿Quién es siempre la siguiente? Nunca he visto a nadie que siga). Escucho al cantante en el concierto, o el Réquiem en el tocadiscos. Oigo borrachos, mamarrachadas, profesores, gentes, fornidos descabezados, amigas coléricas, silbatos de árbitros en partidos de baloncesto, marujas tirando de los pelos a una famosa sin minifalda. Escucho, veo, huelo, miro, oigo, y callo. Callada. ¡No puedo gritar! Ni tan siquiera puedo decir en voz alta: ¿Mierda? ¡Sí! Estoy pensando en gritar: ¡Mierda! Sí, me ha venido la idea de gritar que no puedo gritar. Vamos a intentarlo. Gritar un “¡no puedo gritar!” A ver...Tres, dos, uno: ¡Mierda, no puedo...mierda...no...no...otra vez ha caído el saco asfixiante sobre mi cabeza...! ¿Eco?
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