Qué fatalidad. Qué inmensa fatalidad. Lo corroe, lo desnuda perniciosamente, una vez y otra. Ablanda sus párpados, los licua; atraviesa el nudo de su garganta, la hiere, la envenena. Fulmina cada uno de sus pestañeos, los pervierte, los nubla en pestilencias invisibles. Ultrajado, maldecido. Se deshacen las palmas de sus manos al mirarlas, sus huellas se expiran. Ocurre cada vez que su interior es invadido por una palabra.
Se mira al espejo, y no se ve. Nunca.
Observa sus pies, y desaparecen, como al palpar un reflejo en el agua. Es humo.
Fiel, lo llaman. Y se lo cree. Su mezquindad es suplantada por esa palabra que todos utilizan para reclamar su atención: Fiel. Fiel. ¡Fiel!
Resuena esa sincronía de cuatro letras en su cabeza. ¡Fiel!, y no lo oye. No se encuentra. Se hunde en el agua. Sabe que eso pronuncian otros, utilizándolo para suplantar lo que es, con lo no siendo. Cabizbajo, siempre acude al decir “Fiel, ven”. Él obedece. Y responde a la llamada, persuadido.
Un buen día, se queda quieto. Se sienta en el borde de la cama y decide encender un cigarrillo. Harto ya. Calla. Cierra sus ojos. Y olvida. Escucha silencio. Intenta delimitar esa línea que todos los demás invaden desde fuera pronunciando una palabra. Encuentra penumbra.
Se arrodilla en el suelo. Suplicándose a sí mismo. Humillado ante ese nombre. Ante ese ¡Fiel! Ante su propia oscuridad. Ante el interior del marco difuso que los otros construyeron cuando le miraban. Cuando le nombraban. Y él proyectó, sumiso, acudiendo. Creyendo ser. Inclinado ante sus pensamientos, abochornado, enrojecido por el querer y no poder. Por el pensar que, dicen, no debe. ¿Quiénes gobiernan sus pensamientos? ¿Quién es él mismo para arruinar los suyos propios dejándose? ¿Quiénes son ellos para crear un nombre y obligar a ocuparlo, acudiendo a su llamada? Sin respuesta. Calla, otra vez. Vuelve el silencio.
De repente, una cruel voz se cuela en ese instante. Asalta el silencio en su cabeza. Un grito. Diagonal. Seco: “¡Fiel!” Abre los ojos. Asustado. Tembloroso. Sus pupilas no proyectan nada. Únicamente percibe el humo del cigarrillo, que nubla el espacio, y se dirige hacia él, amenazante, ennoblecido. Nada más se mueve, todo permanece mudo, como antes. No hay nadie. Nadie le ha clamado. Está solo. Finalmente, despavorido, apaga el cigarrillo y se pone de pie. Huye por la puerta en busca de la voz. En busca de la llamada. Fiel.
Nunca la encontrará fuera.
Se mira al espejo, y no se ve. Nunca.
Observa sus pies, y desaparecen, como al palpar un reflejo en el agua. Es humo.
Fiel, lo llaman. Y se lo cree. Su mezquindad es suplantada por esa palabra que todos utilizan para reclamar su atención: Fiel. Fiel. ¡Fiel!
Resuena esa sincronía de cuatro letras en su cabeza. ¡Fiel!, y no lo oye. No se encuentra. Se hunde en el agua. Sabe que eso pronuncian otros, utilizándolo para suplantar lo que es, con lo no siendo. Cabizbajo, siempre acude al decir “Fiel, ven”. Él obedece. Y responde a la llamada, persuadido.
Un buen día, se queda quieto. Se sienta en el borde de la cama y decide encender un cigarrillo. Harto ya. Calla. Cierra sus ojos. Y olvida. Escucha silencio. Intenta delimitar esa línea que todos los demás invaden desde fuera pronunciando una palabra. Encuentra penumbra.
Se arrodilla en el suelo. Suplicándose a sí mismo. Humillado ante ese nombre. Ante ese ¡Fiel! Ante su propia oscuridad. Ante el interior del marco difuso que los otros construyeron cuando le miraban. Cuando le nombraban. Y él proyectó, sumiso, acudiendo. Creyendo ser. Inclinado ante sus pensamientos, abochornado, enrojecido por el querer y no poder. Por el pensar que, dicen, no debe. ¿Quiénes gobiernan sus pensamientos? ¿Quién es él mismo para arruinar los suyos propios dejándose? ¿Quiénes son ellos para crear un nombre y obligar a ocuparlo, acudiendo a su llamada? Sin respuesta. Calla, otra vez. Vuelve el silencio.
De repente, una cruel voz se cuela en ese instante. Asalta el silencio en su cabeza. Un grito. Diagonal. Seco: “¡Fiel!” Abre los ojos. Asustado. Tembloroso. Sus pupilas no proyectan nada. Únicamente percibe el humo del cigarrillo, que nubla el espacio, y se dirige hacia él, amenazante, ennoblecido. Nada más se mueve, todo permanece mudo, como antes. No hay nadie. Nadie le ha clamado. Está solo. Finalmente, despavorido, apaga el cigarrillo y se pone de pie. Huye por la puerta en busca de la voz. En busca de la llamada. Fiel.
Nunca la encontrará fuera.
Y, ese buen día, nos damos cuenta de que el humillado Fiel está en nosotros.
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