
Miremos al fondo.
¿Es alcanzable el otro lado? ¿Se puede llegar al horizonte? En este caso, ¿somos capaces de correr sobre los maderos hasta llegar a las montañas del fondo, bajo las nubes? Siempre puede existir la posibilidad de que una tabla se desquebraje, y se rompa. Tú, corredor ansioso, te clavarías una astilla al descuidarte. Y caerías al agua. Y te mojarías. Y te ahogarías, si no supieras nadar.
El extremo del falso puente termina antes. Es un embarcadero, efectivamente. Entre el embarcadero y las montañas hay agua. Mucha. Las montañas son inalcanzables corriendo. Necesitamos el barco.
Pensemos.
¿Existe el horizonte? Y, en todo caso, ¿es alcanzable corriendo?
¿A dónde queremos llegar? ¿Qué queremos atrapar?
Si corriésemos en busca de todos los horizontes que viésemos a cada instante, por barco, bicicleta, corriendo, volando, saltando, o incluso nadando, ¿dónde terminaríamos? No hay final. Volveríamos al mismo sitio. Y en el mismo sitio, el primer horizonte, otra vez. Desazona a cualquiera. Cosa de esferas.
Extrañas cuestiones para una tarde nublada de sábado. Sin sol, sin crepúsculo, en la ciudad. Pero rodeada de horizontes inalcanzables. Hay agua de por medio. Mucha. Y además, pudiendo nadar, regresaríamos al mismo punto de partida. No hay salida. Escapar es imposible. Quizás las ganas de salir corriendo de aquí puedan hoy con mi serenidad. Y con el poco cúmulo de esperanza que queda.
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