Sucedáneo de la ciudad: el día.
Sale el sol al anochecer,
y retorna al cobijo del ocaso,
muy temprano.
Sus rayos nunca aprenden a callar.
Nunca aprendemos.
Ella.
Maravillosa mujer.
Enseña, sonríe, luce, explica,
enternece, bromea, comprende,
impone, transmite: perfecta.
Caso paradójico, yo pensaba
durante meses –años tal vez-
quién sería él,
quién viajaría en su sombra,
quién la recogería en su coche,
quién la regalaría rosas,
quién la haría temblar,
quién la vería conversar,
quién la llevaría de viaje,
quién la sentiría amar,
quién la miraría al regreso del trabajo,
quién admiraría su capacidad: si de existir,
existiera él, alto,
guapo,
padre, amante,
tierno, simpático, hombre ideal: perfecto.
Como ella muy seguramente.
Perfectos ambos dos, y los críos,
y la casa con jardín y piscina,
y las vacaciones de sol, playa y arena.
Nubes, nubes y nubes. Y mucho sol.
Sólo imaginaba.
Me dejaba llevar por la irrealidad
en horas de sueño, café, y debilidad.
Él murió un diecinueve de enero.
Hacen ya de esto tres (años).
Ella, embarazada de un niño.
Él, a trabajar.
No llegó.
No llegó a verla un día más,
no llegó a conocer al precioso.
Ella esperaba.
También el niño lo hacía, en ella.
Y, sin saberlo, bajó de su despacho
hacia el aula. Desconocedora, le buscaría
por los pasillos de la facultad.
¿Ha llegado ya?
Se encontrarían por allí, como siempre.
La preguntaría: qué tal estás. Corre, corre,
llego tarde
–repondría sin perder un ápice de belleza.
Alguien lo impidió.
(Y ahora todo permanece igual: ceteris paribus)
Aguardando. Para siempre. Para silencio.
Ella: el mejor temario.
Hoy: el mejor examen, sin nota, sin palabras.
Lección: sucedáneo del día llamado vivir.
A M.I.C.
1 comentario:
escalofriante
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