Oler esta tarde áspera, intransigente, de reprimenda desprevenida que atemoriza al cuerpo y lo hace temblar, alojando un malestar inevitable en la consciencia.
Mirar en el armario, meterle mano, darle vueltas, ropa que caiga desde arriba, como del cielo, y se pose calmada en el suelo frío. Y adormezca. Y estornudes, despertándola.
Escuchar música alojada en el tocadiscos desde tiempos remotos. Llena de polvo. De esa música que te hace viejo, porque lo eres. Y además se atreve a evidenciarlo conmoviéndote.
Asomar la nariz por la ventana, y pasmarte. La calle sigue ruda en su sitio, nadie la cambia de lugar, todos la ignoran. Coches, casas, frutas, zapatos, luces, ruidos, brutos, hombres, piedras, roedores, cúspides, barrancos, ignorantes, amigos –creías-, maledicentes, imbéciles..., más mundos en Éste. Más mundos. Más tontos. De este Mundo.
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Respirar al anochecer: amar.
Desnudarte.
Despertar al amanecer: vomitar.
Vestirte.
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Darte cuenta, al cabo, de que la vida gira a tu alrededor sin tú pintar nada. Nada en ningún Mundo. Que no así en tu-mundo, el único que te importa, el único que prima, el único que mueves, el único que hueles, el único en el que miras, gimes, duermes, sueñas, lloras, y escuchas: el borde del precipicio al que te asomas.
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