La imagen móvil de lo eterno se desliza una vez y otra por mis pensamientos. Es una obsesión. Diría casi, pero sería falso: es la certeza de lo terrible: la arruga diaria. Vueltas y más vueltas, como vamos nosotros volteándonos en él, el Tiempo, y enredándonos en sus insensateces, en sus placeres fugaces, para no advertir a tiempo el precipicio al que estamos abocados sin quererlo, mas sabiéndolo. El precipicio por el que comenzamos a caer un día, y en su caída seguimos volando. En forma de espanto cotidiano se nos desvelan sus consecuencias. Y su adjetivo: irremediables. Para lo irremediable no hay cura alguna, sólo sirve la claridad más absoluta, y para esto es necesario valentía, o de lo contrario jugaremos al despiste escondiéndonos como cobardes, como bandidos en un callejón sin salida.
Es la indiferencia lo que sepulta en estos días nuestra ampulosa vida. Faltos de oscuridad, a primera vista, a primera risa, a primer llanto, lo único necesario es un bonito rostro en el que deshacer esos tres nudos (lágrima, carcajada, mirada) al tiempo que nos hastía nuestro objetivo, y tiramos de carrete para cambiarlo por otro aún más bonito que el anterior. Obviamente, lo único que hacemos es enredar cada vez más el hartazgo alrededor de nuestros cuellos. Y un día, al mínimo golpecito, estallamos. Un año es como una lazada, dibujo ficticio en el aire, que enreda y enreda, apretando las entrañas contra ellas mismas hasta que llega el día en el que no hay más que constreñir, porque ya todo es ceniza, ya todo está podrido. Muchedumbres dando vueltas en círculos, veía Eliot. Lo poco que yo puedo ver, lo escribo. Y si no puedo escribir –porque no sé hacerlo— lo anoto.
De fuegos apagados
De inciensos recogidos
Un sinfín de trémulas palabras en el vestíbulo.
Inagotadas rúbricas
Templos vanos
¿Quieren respirar sobre el frío umbral y salvar su halo?
Pantalón y rúbrica: ¡obscena vida!
Que ni amor ni pena.
Ni tintada ventana queda.
El hoy lo llaman cinco de mayo. Insípido. Para mi no tiene nombre. Nada tiene nombre salvo la Muerte. Ni tan siquiera. Todo es pintura que arañar para hallar algo más que postizo. El número cinco lo sería: mácula: exceso. Más aún el cardinal del año convenido religiosamente. No así la primavera, ni la lluvia de esta mañana, ni tan siquiera ese libro que reposa aún sobre mi mesa, sugerente, balbuceante, frondoso. Y un bolígrafo recientemente utilizado por otra mano amiga. Es sólo eso lo importante, lo merecible. Y los recuerdos que nos forjan como somos, siendo: primordial.
Muchas cosas recuerdo esta mañana, como si recordar sea ahora mi costumbre vespertina, o mi cruz. Recuerdo otras tardes de lluvia, recuerdo la última vez que coloqué un clip extraviado en su correspondiente cajita amarilla del segundo cajón. Recuerdo tonterías, risas estúpidas que en algún momento cometí por desliz, recuerdo hojas otoñales, anuncios de champú y desodorantes, con todas esas suaves caricias y sonrisas pálidas que unos a otros se prestan en la publicidad de este tipo de productos higiénicos. Añoro aquellas tardes de verano con café y pastas de té sobre el antiguo sofá marrón del salón en las que toda la familia se tronchaba de risa con cualquier tonta comedia americana. Y las consiguientes sesiones de cosquillas de mis hermanos. Recuerdo un libro de la escuela que nunca quise leer por obligación, y cómo me inventé un resumen de modo creativo totalmente distinto, como si fuera yo la que escribiera el argumento a su modo y manera. Retomo todos los rostros conocidos, algo difusos ahora quizá, con los que me he cruzado en mi corta vida. Muchas de las lágrimas derramadas a gusto o a dolor en el pasado, y como si fuera acto de voluntad, las que tema o desee derramar también en el futuro. Quien sabe si podré ver una lágrima en mi propio ojo. ¿Es acaso la voluntad causa para llorar? Hubo un tiempo en que lloraba mucho. Ahora es un tiempo en el que sonrío mucho: las cosas cambian siempre. Y volveré a llorar, yo qué sé. Sé que he llorado mucho por alegrías, soy extremadamente sensible: el viaje a Nueva York, mi premio en el concurso del instituto, Rusia, la vista del mar, la entrega del proyecto fin de carrera de un arquitecto, mi memorable estancia en Tipperary, las lágrimas de risa con mi amiga Patricia, los deseos y sueños inalcanzables que también son alegrías, la compra de un libro, el conjunto de guiños que a veces se conjuran para hacerme sonreír, los despertares, las mañanas de regalos míos o ajenos, las cartas escritas y nunca respondidas por ese incierto saber sobre su llegada o extravío, los chicos rubios de ojos azules que me han dirigido alguna palabra, los lerdos que también me la dirigieron y de los que me burlé con ganas, aquellos partidos de fútbol que jugábamos en el patio de mi antiguo colegio con nombre de poeta, el gol que nunca marqué en el equipo de balonmano, las casualidades heladoras, los disparates dichos, los conciertos, las manchas de tomate de las camiseta nuevas estrenadas en hamburgueserías... Y llorar, y reír. Así es la vida. Quizá sea su mejor descripción: círculos de risa y llanto que nacen de la vida, y vidas que mueren en llantos y risas curvas. Ciudades, todo ocurre siempre en la ciudad. Y lo dice Baudelaire, quién podría ser:
“Fourmillante cité, cité pleine de rêves,
Où le spectre en plein jour raccroche le passant!
Les mystères partout coulent comme des sèves
Dans les canaux étroits du colosse puissant.”
Estas líneas comenzaron por algo, aunque nunca tengan fin las líneas en sí, al menos he de justificarlo hoy. Leído y tomado queda de quien escribió:
“Cada camino debe ser construido en la soledad más absoluta. Pascal es en ello inapelable y certero: «vivimos como morimos: solos». Cada vez estoy menos seguro de que aquella opción mía sirviera para algo. Fue mi apuesta porque no había otra –yo, al menos, no supe que la hubiera. Es todo. ¿Ahora? Me persigue tal vez el remordimiento de sospechar haber vivido inútilmente. Sin traicionarme demasiado. Tal vez sea ya eso mucho en un mundo como éste.” (*)
Y se pregunta, a continuación, con todo el silencio necesario ante esas páginas merecidas, y pensadas en una lucidez apabullante:
“¿Tiene justificación seguir escribiendo? No es una pregunta retórica. Todo escritor que no sea un ganapán al servicio de los tiranuelos de turno o de sus muy cultas señoras, está acechado por esa duda en la cual se juega su vida: ¿por qué escribir, cuando escribir no sirve para nada? ¿Por qué no mirar, mejor, hacia otra parte menos dolorosa, buscar la protección –o, al menos, la condescendencia—de los canallas que tanto pueden, no hablar más de su mugre, de sus sangre, de su milagrosa capacidad de Midas modernos para transmutar mugre y sangre y maldad en cantidades ilimitadas de dinero…?” (*)
Debo escribir: qué otra cosa puede quedarme ahora. Escribir como sea, cuando sea. El escribir para morir en paz de Blanchot a Kafka. Y cuando me plazca a mi sola. Porque a nadie más que no haya escrito puedo mirar, puedo sentir, y puedo clamar. Escritura: la fría daga que todo lo atraviesa, me enseñó el implorado caballero. Ese lapicero o ese bolígrafo negro. Tomar la página escrita por su pluma y tan sólo tratar de deshacer el reverso. De recordarlo, que ya es bastante. ¿Heredarlo? Las herencias son absurdas. Se hereda lo que no se quiere, lo que no se aprende. Si se aprende, es ya de uno, no hace falta denotarlo como cosa. Aprender y entender. Y esa indiferencia deplorable: ¡que se ahorque a sí misma de una vez! Y deje al agua transcurrir en paz, deje a la lluvia caer con su solemnidad. Escribir sonrisas y lágrimas. Sólo así se iluminará el tenue camino a seguir que ahora yace oculto. Sólo así las cartas tendrán luz. Y sólo así, hacer sonreír a la vez al de fuera y al de dentro. Al amigo escondido, y al sueño perdido. Escribir: cuando los círculos cuadriculan el Tiempo. Y la sonrisa llora desnuda.
(Valladolid, 5 de mayo de 2006, recordando una fecha tangible con un número que se muestra marchito, mas de escritura invisible y por siempre eterna, al igual que agradecida)

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