Nada vale, nada, suplicar ahora: ¡Reconoce! Mi cabeza crujía. Las palabras daban vueltas en la memoria y eran estrujadas más tarde. ¡Aquella mujer! Que como agua era capaz de hacer con sus ojos un reflejo de pudor. Que como cometa volaba y volaba sin más que el silbido embellecedor del viento. Que como un pajarillo asomado desde lo alto del páramo podía observar todo, incluso la sombra de los árboles del valle y la de los pececillos del río, y hacía sonreír a las nubes cercanas con su cabello llevado por el frescor primaveral de la mañana. Me puso de rodillas. Lo consiguió. Pude soportar no más de treinta días llorando ante su mirada cuando aparecía envuelta en sombra en el umbral de la puerta. Un buen día, cuando bajaba a almorzar siguiendo el fino olor a pan que se desprendía del horno, ella me miraba fijamente. Tuve que reaccionar treinta segundos después para escuchar lo que me estaba gritando.
- Dímelo. Dime cómo llegué a este mundo. Sólo tú lo sabes. Confiésalo. Ya. No puedo esperar más –me exclamaba.
- Sí, yo te diseñé. En cuartillas, trabajé años para darte forma y saberte perfecta. ¿Y qué? Ahora todo está perdido. Me prometí no confesártelo nunca, para tu felicidad. Te escribí, te dibujé y borré una y otra vez tus ojos porque no me gustaban del todo. Un buen día, cuando sólo tus ojos me faltaban por terminar, desapareciste de mis bocetos, de mis papeles. Todo estaba en blanco impoluto. Tenías nombre, vida, familia, amigos, cuerpo de dama esbelta, muñecas juguetonas... ¡todo era perfecto en ti! Dabas a mi día una luz que nunca pude imaginar. Te hice para mí. Y te fuiste. Volaste. Al cabo, fueron dos o tres días, advertí tu silueta en el fondo del lago. Resurgiste de él. Volviste a dar luz a mi vida. Te cuidé, te lavé y te hice de nuevo para mi vida. Tuve que reinscribir todos mis papeles. Estaban, como tú, empapados de agua dulce. ¿Acaso sabes cuánto me ha costado darte la vida por segunda vez? Años, años y más años.
- Qué horror, —respondía la mujer— ¡cómo has podido hacerme así! Soy papel. Triste vida la mía si no soy más que papel y tizna a medida. Me haces y me rehaces a tu antojo. Y, sin embargo, no has conseguido darte cuenta de algo. El sol me consume. Por eso me oculté en el lago, su luz se reflejaba y no llegaba al fondo. Por eso sólo frecuentaba el páramo por la mañana, cuando los rayos aún eran débiles. El sol me desgarra y descubro mis manos abultadas por los borrones. ¡Puedo sentir tus ideas dentro de mí misma durante la noche! El día es terrible. No salgo de casa apenas. Y ni siquiera te has dado cuenta. Sólo hago vida para ti. Sólo me tienes para hacerte feliz. Pero, ¿supiste darme alguna vez sentimientos? Sólo pensabas en mi belleza, y en mis dibujos, pero olvidaste lo más hermoso de una silueta. No puedo amar, ni llorar, ni mentir, ni tan siquiera puedo tener miedo. No soy perfecta. No puedo sentir nada más que consumición y caducidad. No puedo sentir. Ni de día ni de noche. Con la luz soy transparente. Y para mi interior olvidaste el lapicero. Nada vale, nada, suplicar ahora: ¡Reconoce!
La bella mujer salió de la casa corriendo. Unos metros más allá, se desvaneció sobre sus pies, en la pradera. Quedaron tan sólo unos harapos sobre el suelo. Se esfumó para siempre. Y el viejo escritor no pudo hacer en el resto de sus días más que lamentarse. Desgraciado él por haber utilizado su lapicero únicamente para la belleza. Y olvidar la sabia poesía de noche.
- Dímelo. Dime cómo llegué a este mundo. Sólo tú lo sabes. Confiésalo. Ya. No puedo esperar más –me exclamaba.
- Sí, yo te diseñé. En cuartillas, trabajé años para darte forma y saberte perfecta. ¿Y qué? Ahora todo está perdido. Me prometí no confesártelo nunca, para tu felicidad. Te escribí, te dibujé y borré una y otra vez tus ojos porque no me gustaban del todo. Un buen día, cuando sólo tus ojos me faltaban por terminar, desapareciste de mis bocetos, de mis papeles. Todo estaba en blanco impoluto. Tenías nombre, vida, familia, amigos, cuerpo de dama esbelta, muñecas juguetonas... ¡todo era perfecto en ti! Dabas a mi día una luz que nunca pude imaginar. Te hice para mí. Y te fuiste. Volaste. Al cabo, fueron dos o tres días, advertí tu silueta en el fondo del lago. Resurgiste de él. Volviste a dar luz a mi vida. Te cuidé, te lavé y te hice de nuevo para mi vida. Tuve que reinscribir todos mis papeles. Estaban, como tú, empapados de agua dulce. ¿Acaso sabes cuánto me ha costado darte la vida por segunda vez? Años, años y más años.
- Qué horror, —respondía la mujer— ¡cómo has podido hacerme así! Soy papel. Triste vida la mía si no soy más que papel y tizna a medida. Me haces y me rehaces a tu antojo. Y, sin embargo, no has conseguido darte cuenta de algo. El sol me consume. Por eso me oculté en el lago, su luz se reflejaba y no llegaba al fondo. Por eso sólo frecuentaba el páramo por la mañana, cuando los rayos aún eran débiles. El sol me desgarra y descubro mis manos abultadas por los borrones. ¡Puedo sentir tus ideas dentro de mí misma durante la noche! El día es terrible. No salgo de casa apenas. Y ni siquiera te has dado cuenta. Sólo hago vida para ti. Sólo me tienes para hacerte feliz. Pero, ¿supiste darme alguna vez sentimientos? Sólo pensabas en mi belleza, y en mis dibujos, pero olvidaste lo más hermoso de una silueta. No puedo amar, ni llorar, ni mentir, ni tan siquiera puedo tener miedo. No soy perfecta. No puedo sentir nada más que consumición y caducidad. No puedo sentir. Ni de día ni de noche. Con la luz soy transparente. Y para mi interior olvidaste el lapicero. Nada vale, nada, suplicar ahora: ¡Reconoce!
La bella mujer salió de la casa corriendo. Unos metros más allá, se desvaneció sobre sus pies, en la pradera. Quedaron tan sólo unos harapos sobre el suelo. Se esfumó para siempre. Y el viejo escritor no pudo hacer en el resto de sus días más que lamentarse. Desgraciado él por haber utilizado su lapicero únicamente para la belleza. Y olvidar la sabia poesía de noche.
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