8.12.05

Dakota Apartments

Hacía calor. Un calor temprano y pegajoso. Apenas pasaban unas horas desde que había amanecido sobre el ruidoso asfalto de La Ciudad, y el sol lucía ya con todos sus destellos, propios de mediodía. Las ramas de los enormes arbustos que se elevaban al otro lado de la calle, nos permitían respirar brotes de frescor en los poliedros de sombra que nacían entre los carritos de comida ambulante, y que todos buscábamos ansiosamente. Esperábamos al conductor, en la parte oeste de Central Park, mientras corrían las botellas de agua mineral. Agosto excesivo. Debían ser las diez de la mañana; pero en esta ciudad no existen relojes, casi calendarios, todo funciona en torno al rugido de cláxones. Y la estela de ruedas que se amontonaban sobre los carriles de las avenidas, a tales horas, producía vértigo a cualquier extraño que osase interrumpir aquel ceremonial matutino. Nosotros éramos intrusos. Observábamos todo, cámara fotográfica en ristre, boquiabiertos, sudorosos, con el afán de encontrar la imagen exacta a nuestro alrededor que sólo recordábamos del cine. Y, al fin, la contemplamos frente a nuestras atolondradas miradas. Los Apartamentos Dakota daban nombre a la estampa. Su reflejo se asomaba en nuestras pupilas, que no parpadeaban. Pasaron así unos minutos. Llegó el conductor. Seguramente se reiría de nuestra pasmosa expresión facial. Se percibía un hartazgo en su rostro, el evidente cansancio de repetir, todos los días, a la misma hora, las líneas exactas de los apuntes informativos sobre el reiterado rincón turístico. Su llamada nos despertó del letargo en el que habíamos sumergido fantasías. Inmediatamente, se apoderó de la imagen una marabunta de chinos con visera. El semáforo contiguo, una vez en blanco y estacionados los automóviles –que no siempre son hechos instantáneos—, la esquina se sumergió en un estallido de posiciones fotográficas, seguidas después por sonrisas y “patatas”, tratando de esquivar los destellos luminosos, para captar lo mejor posible aquel soleado bloque de ventanas. Paseamos más tarde, durante unos minutos –esta vez sin la presencia de turistas chinos—, por Strwberry Fields, donde se habían depositado espontáneamente flores, cartas, y tal vez, lágrimas. Veo en una de mis fotos un pequeño mosaico circular con una palabra en su interior, rodeado todo de claveles rojos y pedazos de cartón-papel escritos en otros idiomas.

Todo ocurrió el pasado verano. El añorado agosto último. Que ahora, bajo el frío austero de otra ciudad, siento inolvidable. Hibernan aquellas ventanas, en las que se reflejaba el sol, junto a mis notas de viaje. Recorro agosto en mi cabeza. Revuelvo las huellas que aquel calor clavó en mis pupilas; abro el cajón de recuerdos, de imágenes que sólo una vez fueron habitadas. Y que en aquel mismo instante pasaron a ser memoria. Escuchando el mítico Imagine, nacido mucho antes de la que escribe, como queriendo construir, con esta palabra, el mismo mosaico circular al que daba nombre en Strawberry Fields. Recuerdo hoy, con especial anhelo, aquel instante estival en el que observaba cómo ascendía el sol por la fachada de los Apartamentos Dakota, respirando el alivio de la sombra del carrito de helados, paseando entre senderos surcados con llanto a lo largo de veinticinco años. Durante todo el día, veo en periódicos a los Beatles, en la televisión, oigo palabras en la radio, escucho sus canciones, que una y otra vez me traen agosto a las pupilas, reiterándome que este año algo es diferente. Estuve allí. Y me parecería una ilusión, de no ser por aquel calor asfixiante que exhalan aún mis fotografías, mis notas, y que tan extraño se hace hoy, bajo el tosco invierno. Sentí frente a mí un pliegue de la Historia, un puñado de hojas con vibraciones melódicas. En el año que expira el calendario, este año, pisé, con mis pies, el mismo rincón en el que un degenerado asesinó a John Lennon. Frente al oasis de un parque infinito. Bajo la niebla de Manhattan. En los Apartamentos Dakota.

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