Cambiamos de calendario. Sí. Y qué. Nada. Nada ha ocurrido respecto al ayer. Respecto al calendario viejo, con la cuadrícula del diciembre. Un nuevo nombre: enero. Y un nuevo código cifrado: 2006. Sí. ¿Y qué? Nada. Como siempre. Todo permanece inalterable de no ser por un puñado de fatídicos numeritos encasillados con colores, colgados sobre la pared. A veces, se incluyen fotografías, publicidad, y santoral, como queriendo evadir la mirada en ademán de distracción, ocultando tras de sí ese precipicio que son los días. Que es el tiempo. Todos estamos irremisiblemente avocados a desaparecer. Eso es lo terrible. Ahí radica la tragedia: somos marchitos, tanto como humanos, tanto como cuerpos. La vuelta al calendario tan sólo es una ficción que oculta lo esencial.
El significado del tiempo permanece. Ausente. El calendario es absurdo, sólo hace taponar la herida, maquillar la putrefacción. Actúa como excusa de orientación temporal, pero ello es tan sólo una vasta bazofia comercial, que nos arrastra un año tras otro a comprar tiradas, a invertir en ciertas cajas de ahorros con la excusa del regalo, a acudir a una determinada carnicería, pescadería o peluquero y rentabilizar así la operación con la estampita serigrafiada bajo el brazo. Y sus numeritos. Y sus meses. Y el año. Pero, ¿y el tiempo? Contra eso nada podemos hacer. Nunca. Quizás sea esa la razón que nos invita a celebrar el paso de año. El tiempo es una imagen móvil de la eternidad: Platón. Y el calendario, la máscara del fantasma al que tememos. Y las campanadas: una ufana tradición que nos sumerge en la alegre peregrinación hacia lo inevitable (hacia lo desconocido).
Cada vez que observo el calendario, estas mismas líneas toman mi mente. Asaltan mis pensamientos cuando cambiamos de año. Siempre ocurre lo mismo. Siempre volvemos a cambiar de año. Es algo cíclico. Y peor aún: como un remolino, que poco a poco, vuelta tras vuelta, consigue desplazarnos progresivamente hacia un extremo. Y, ¿qué extremo tiene el tiempo? Respuesta: la muerte. Nada podemos hacer contra ello. Si satisfacción nos produce celebrar la culminación de una vuelta, adelante. Si preferimos evadir la mirada, adelante. Si referimos indigestarnos con la fascinación hacia la cuadrícula mortuoria, adelante. No es libre el que se ríe de sus cadenas (Lessing dixit).
El significado del tiempo permanece. Ausente. El calendario es absurdo, sólo hace taponar la herida, maquillar la putrefacción. Actúa como excusa de orientación temporal, pero ello es tan sólo una vasta bazofia comercial, que nos arrastra un año tras otro a comprar tiradas, a invertir en ciertas cajas de ahorros con la excusa del regalo, a acudir a una determinada carnicería, pescadería o peluquero y rentabilizar así la operación con la estampita serigrafiada bajo el brazo. Y sus numeritos. Y sus meses. Y el año. Pero, ¿y el tiempo? Contra eso nada podemos hacer. Nunca. Quizás sea esa la razón que nos invita a celebrar el paso de año. El tiempo es una imagen móvil de la eternidad: Platón. Y el calendario, la máscara del fantasma al que tememos. Y las campanadas: una ufana tradición que nos sumerge en la alegre peregrinación hacia lo inevitable (hacia lo desconocido).
Cada vez que observo el calendario, estas mismas líneas toman mi mente. Asaltan mis pensamientos cuando cambiamos de año. Siempre ocurre lo mismo. Siempre volvemos a cambiar de año. Es algo cíclico. Y peor aún: como un remolino, que poco a poco, vuelta tras vuelta, consigue desplazarnos progresivamente hacia un extremo. Y, ¿qué extremo tiene el tiempo? Respuesta: la muerte. Nada podemos hacer contra ello. Si satisfacción nos produce celebrar la culminación de una vuelta, adelante. Si preferimos evadir la mirada, adelante. Si referimos indigestarnos con la fascinación hacia la cuadrícula mortuoria, adelante. No es libre el que se ríe de sus cadenas (Lessing dixit).
Estas líneas son una mera reflexión personal, que posiblemente se vean menospreciadas por su propia redactora: la que dentro de unas horas se situara ante el televisor, sujetando un plato con doce uvas, y con una copa de burbujas. Como hacen todos. No seré yo quien reniegue. Quizá también pida un deseo para el año siguiente, quizá salte de alegría, quizá estrene una prenda nueva, quizás sea imposible no verse arrastrado por la corriente del remolino, de ese tornado que no movemos nosotros, sino que tan sólo dejamos mover, debido a la incapacidad absoluta para hacer cosa distinta. Y ante ello, lo mejor será vivir. ¿Por qué molestarse en escribir (en pensar) absurdos delirios existencialistas? Muchos otros cuestionaron el tiempo antes, y todos ellos –todos— murieron. Sus cuerpos desaparecieron, por mucho que se enfrentaran a cualquier forma de medición temporal. Es más propicio celebrar la retirada de un calendario, y la exaltación de otro nuevo. Y festejarlo. Y corearlo. Y brindar. Puede ser que pensar consiga sólo desgastarnos aún más. O no. De todas formas, una servidora, por si acaso, escribe estas líneas para finalizar una ronda numérica más: el 2005. Escribir hará al amanecer, porque nada cambia. Nada. Sólo el tiempo. Y, pese a lo absurdo y ridículo que es decirlo, desde aquí, y ante todo, feliz vuelta al calendario. Feliz año nuevo. Feliz código 2006.
1 comentario:
Gracias por tus líneas e... lo mejor será vivir.
Feliz código 2006 para ti.
Luis http://maganice.blogspot.com
Publicar un comentario