16.4.06

Plus verte la vie

Plus verte la vie. El penúltimo hangar del paseo da muestra de la importancia de las flores en todo aquel mundo muerto. Burdeos. Suena bien. Y es bella, la ciudad, y sus alrededores. Un mundo tan lejano desde este rincón de mi habitación, pero que, sin embargo, acaba por sentirse cercano en este incierto posadero mundano tan desorbitado últimamente. Plus verte la vie. ¿Verde? Para qué. ¿El qué?

El hangar dedicado a Truffaut y su clamor verde es tan sólo una pizca de lo que se esconde en un lugar apenas transitado más que como cruzacaminos inevitable. Plus belle sera la terre. Y, ¿qué vida es verde? ¿Dónde el verde será? ¿En ese terruño desgarrado por cientos de sacatintas que se dedican a sorber día sí y día también de aquello a lo que dedicaron muertes en el pasado? ¿En ese islote que un magnate compró para disimular su vejez junto a la escuálida jovencita de moda? ¿En ese otro, el cuál yace bajo una bandera, o bajo un himno, o sobre cualquier otro repelente símbolo? Y, ya puestos, ¿por qué no morada? O llena toda de jazmines y rosas no rosadas…

El lema es huero. Como lo es el color, como lo es la tierra. Probablemente, el hermoso espacio que ocupa toda la galería de plantas del hangar decimoctavo lo sea también. ¿Y qué no? Cuatro días fuera de la Ciudad son simplemente una forma de respirar sin que el tiempo se atragante al llegar a la laringe. Pero, finalmente, es necesario reparar en la tremenda fugacidad de una hora sin estornudos, sin toses ni vómitos. Y, como si de reses hipnotizadas se tratase, volvemos al matadero tras el eclipse instantáneo casi. Casi no visto. No visto, en verdad. Frente a nosotros, vuelta al eterno griterío de sufridores siervos que en el fondo queremos ser siempre. Contentos, pensamos en morir cuanto antes aquí, vueltos a la cotidianidad de una clase de impuestos, o de un asqueroso programa televisivo. Y recuerdas: plus verte la vie. Pero, ¿por qué no verla simplemente azul? Es más: ¿por qué no ver? Porque no vemos. Ciertamente, somos seres humanos. No podemos ver algo que no existe, ni tan siquiera podríamos ver lo que existe. La vida no existe. Es simplemente una estúpida forma de enmascarar aquello que verdaderamente nos produce pavor, de lo que huimos a todas horas sin querer confirmar o tan sólo mencionar en un instante: la muerte. No podemos colorear la muerte. Así pues, le damos color a su negativo, a su simple tópico falso, a su astuta presa léxica, que es eso llamado “vida” tan bello, que tan evocadoramente poético queda en una vitrina o en un anuncio de seguros. O incluso en una funeraria: más verde la vida. Más. Verde, paga, y muere.

Ahora las letras que colgaban sobre el grueso cristal del escaparate de Truffaut se baten con el Reloj, y logran ser rescatadas de la memoria para sonsacar difícilmente estas líneas absurdas de un exasperante día de regreso de un paraje verde y con río. Porque Burdeos es ya eso: memoria. Y las cuatro o cinco librerías visitadas. Y el Bel-Ami de Maupassant comprado a precio de ganga. Y las fotos sacadas sin saber cómo. Y las calles, y el moderno tranvía, y las gentes, y los zapatos, y las olas frágiles que con la marea iban cubriendo la superficie del soberbio río Garona. Y los arcos, y Clemenceau. Y los girondinos todos. Y los coches de matrícula amarilla. Y la Catherine que algo tendría que ver con la calle comercial que atraviesa el casco histórico de la ciudad. Y la arena del calcetín en Arcachon. Y el fantasmagórico Andoain de la parada. Incluso los cuatro paletos circenses que montaban en un supercinco por la autovía de regreso con una ikurriña colgada en el portaequipajes. Memoria. Muerto todo.

¿Vuelta a qué? A la nada de todos los días. Al despropósito de seguir vistiendo una camiseta de espanto. Vuelta a escuchar el despertador. La jardinería del hangar, con sus flores, seguirá allá. Y ahora, frente a mí, no hay más flores que las de un libro. Nada que ver con Baudelaire, más quisiera. El abominable canto con letras visibles de Mochón y compañía –Economía Mundial llaman a esta edición— lo oculta, o al menos capta la atención de mi vista horrorizada. Cesare Pavese. Porque leído escasamente durante el viaje, me recuerda a Burdeos ahora, una vez vuelta a no se sabe qué circunferencia. O sí, pero será mejor obviarlo. Quizá mañana todo consiga rescatar Burdeos de mi memoria. Burdeos. Plus verte la vie. Tiempo es, y con él, el espejo. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Y, por si fuera poco, ojos verdes. De Pavese:

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos—
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te inclinas sola ante el espejo.
¡Oh querida esperanza,
también nosotros aquel día
sabremos que eres la vida y la nada!

La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo
un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos al remolino, mudos.”

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