30.12.05

Monsieur Arnaud





Hay una hermosa película que pude ver hace ya un tiempo, y que conservo con entrañable aprecio junto al resto de carcasas de video almacenadas en el interior de un cajón. La estética era bellísima. El paraje en el que se desarrolla, incomparable –casi innombrable, porque apenas mil epítetos valdrían para describirlo—. Y el hilo argumental, la historia, eso fue esencialmente lo que me trajo hasta estas líneas.

De modo perfecto, una canción resume magistralmente el plácido sentir de ver pasar personajes y espacios parisinos a través de la pantalla, y que todos ellos nacen en una mesa de piedra pulida de un café. Es el “Quelqu´un m´a dit” de Carla Bruni, que vuelvo a escuchar mientras trato de escribir. Porque de escritura trata. Libros, en fin. Monsieur Arnaud crea en su imaginación, Nelly teclea en la computadora. Así todo. Así toda ella. La historia. Y las vibraciones entre ambos vertebran la filmación, llegando a tejer todo un mundo de relaciones a su alrededor. Las pulsiones entre ambos personajes se hacen enigmáticas durante la emisión. Tuve la suerte de atender a ella en su versión original, en francés, subtitulado, eso sí. Y ningún instante tan contenido como el que muestra a la joven esbelta sentada en el escritorio del viejo Arnaud, quien da paseos de un lado a otro de la habitación. Ella escucha las palabras que el caballero le dicta frenéticamente. Apenas puede respirar, pues las palabras resuenan mucho más rápido que las teclas. Él revuelve sus papeles amontonados, sus notas, líneas que necesitan ser recuperadas en una novela supuestamente autobiográfica. Ella sólo hace completar la labor. Manejar la máquina de compilación: el ordenador. Y al fondo de la imagen, la cámara se desliza sobre la inmensa biblioteca repleta de viejos libros, que esperan ser trasladados a otro sitio, puesto que Arnaud quiere deshacerse de ellos. La luz es tibia. El plano es inolvidable. Ha rodado después por mi cabeza. En muchas ocasiones lo he recordado. Como queriendo desgastarlo. Cuántas veces, desde aquella primera vez en que visioné la imagen, he deseado actuar yo misma en la escena. Tecleando –cuántas veces repetí ese tecleo en mi mente, como si toda yo fueran sólo mis dedos—. Rodeada de papel. Escuchando la perorata fantasiosa de un viejo escritor, harto ya de todo, incluso de sus propios libros. Mas es cosa de cine. Y nada tiene de verdad. Sólo eso, ficción. Siempre así.


Hace unas horas me encontraba persiguiendo ese mismo fotograma cristalizado, a través de la red, ansiaba hallar la misma pulcritud de la imagen de la primera proyección –pese a tener que renunciar al movimiento de la escena—, ya que esa nitidez inmediata se había ido perdiendo con las sucesivas visitas a la cinta de video. En un momento, mi búsqueda se había convertido en un sinfín de carteleras, premières, artistas, rôles, infinitas escenas de rodajes, pero nada encontré de lo que buscaba en un principio. Apenas un par de comentarios, en francés. Nada más. Se cruzó ante mis ojos una escueta pero sugestiva reseña de la película. Todo decía acerca de ella. La guardé. Resumía el argumento mucho mejor que lo que una servidora pudiera lograr en sus hondos desvaríos. Decía así:


Une histoire de prénom. Nelly, Arnaud, Vincent, François, Paul et Camille. Stéphane, Max, César et Rosalie. Les films de Claude Sautet sont une petite musique sociologique, forcément dénominative, qui reste dans l’imaginaire collectif. Un travail d’artisan du cinéma qui se concentre cette fois sur les rapports troubles et délicats entre une secrétaire improvisée et soumise (Emmanuelle Béart, en beauté glaciale) et un juge à la retraite, riche sexagénaire (Michel Serrault, tout en retenue) qui entreprend d’écrire son livre de souvenirs. Sous la ligne claire et glacée (compassée ?) de Sautet brûlent des coeurs en hiver. Réserve policée du bureau et tiédeur en (grande) surface, les relations humaines sont aux prises avec les conventions sociales. La caméra capte les regards et les non-dits. Michel Serrault regarde le dos nu d’Emmanuelle Béart endormie. Emmanuelle Béart regarde l’écran de son ordinateur. Claude Sautet observe avec l’oeil cruel d’un entomologiste les moeurs de ses contemporains. Le cinéaste d’Un mauvais fils (autre évocation intergénérationnelle en plus âpre avec un Patrick Dewaere magistral) n’aime rien moins que les relations sentimentales compliquées, tout en regrets et en silences.”



La rúbrica del breve artículo pertenecía a un tal –hasta ahora, por mí desconocido— Nicolas Richard. Nada singular pues. De no ser porque la reseña se encontraba expuesta en L´humanité, edición digital. Sí, sí. Había aterrizado en un ejemplar de L´Humanité, tras vueltas y virulentas fintas en el globo del celuloide. Allí mismo, hace ahora un año, se publicó el texto anterior. Y tampoco es cosa extraña, puesto que ambas, filmación y periódico, tienen procedencia francesa; pero lo que menos pensaba una servidora, era hallar entre sus miles de honorables y virtuosos artículos políticos, reseñas de filmografía. Quizás, para los más incautos de mis congéneres, este nombre no diga mucho. He de advertirles que L´humanité da nombre al panfleto periodístico del PCF (Parti Communiste Français). Al menos eso fue siempre, que yo sepa. Nada que ver con Vogue, Hola, People, Glamour, o Cosmopolitan. Y mi asombro no pudo contenerse al releer una y otra vez el nombre del lugar. Ese mismo nombre que había visto en manuales de Historia, en los testimonios librescos leídos acerca del 68, en citas entresacadas de algún libro de Althusser. Contemplaba atónita cómo la herida del tiempo hace siempre sufrir al papel, ahora papel invisible, tan sólo pantalla digital. No fue en una biblioteca ni en un museo donde ojeé por primera vez este mítico periódico, sino en la red. Y debido al cine, lo cual más risible e inaudito.

No pude sustraerme a naufragar durante un rato en sus archivos electrónicos, las ediciones pasadas, olvidadas, que pensábamos perdidas, o tan sólo de archivo, libro y memoria de mayores. Allí se hallaban, ante mí, ahora. Incluidas también las de octubre de 1990, por ejemplo. Sus artículos. Sus míticas arengas , sus inmisericordes discursos intelectualistas. Me perdí en el arenal. Se amontonaban, tras esa reseña de una película, cuyo nombre estaba a punto de olvidar, ante tan insigne púlpito de la Historia. Todo era letra, que trataba una de diseccionar enérgicamente, sin mucha eficacia, la verdad. Brotaban entonces, en mis pupilas, titulares, columnas, firmas, y nombres. Y por un momento llegué a pensar que también yo estaba al otro lado de mi pantalla, tecleando y leyendo en francés, como Nelly, aunque sin ningún señor Arnaud de pié, declamando ideas. Tan sólo L´humanité, en ejemplar de clic.

Recuerdo ahora: de todas las artes, el cine es, para nosotros, la más importante. Es cierto, por muy arduo que sepa darles cabida a estas palabras. Puedo comprender ahora que pese al esfuerzo de la política en perforar nuestras vidas, hay algo que trata de unir lugares, tiempos, y pensamientos: el cine. Sus paraísos. Sus historias. Sus personajes. Sus planos. Sus diálogos. Sus películas. Nelly. El señor Arnaud. Su escritorio. Mi ordenador. L´humanité. Conexiones atípicas, que últimamente se repiten como balanceando mi cuerpo sobre huellas, más allá intraspasables (tiempo y espacio). Intento reflexionar. Sé que no olvidaré fácilmente “Nelly et Monsiuer Arnaud”. Porque un pasado jamás vivido, que se desploma sobre las bibliotecas, me lo recordará. Como fantasías hechas de realidad. Pero, esta vez, ocurrió lo contrario. La Historia –que no la memoria— me hizo recordar una película. Un París, un café, un periódico, traen ahora a mi mente, una y otra vez, esta extraña conexión temporal, que me impelía a escribir esta gélida noche de año casi marchito, huyendo ya tras del calendario. De casualidades está hecha la vida. Qué pequeño es el mundo. Y qué grande, el cine.

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